El “modelo” educativo de Chile ha estallado en mil pedazos, lo cual es un síntoma fuerte del agotamiento del neoliberalismo como forma de la economía, la política y la cultura. No se trata de cualquier experiencia educativa, sino de la que fue alabada, mimada y mostrada como ejemplo hasta hace escasos días por los sectores políticos que abjuran del viejo liberalismo estatista, por los mercaderes de la educación que se han multiplicado como una plaga dejando muy atrás a la escuela privada tradicional, por los que impulsan la meritocracia como mecanismo selector de la población que alcanzará distintos niveles de educación, varios de ellos en campaña electoral en estos días.
En los años ’70 y ’80, sociopedagogos como Bowles y Gientis, Basil Bernstein, Baudelot y Establet y Pierre Bourdieu, entre otros, denunciaron en un lenguaje científico que los sistemas escolares ratificaban las pertenencias de clase previas de los alumnos y cuestionaron fuertemente que la escuela promoviera la movilidad social. Sus conclusiones eran escasamente generalizables en referencia a los sistemas escolares del siglo XX. Pero lejos de haber servido a la superación de las disfuncionalidades de esos sistemas, hoy pueden leerse sus apreciaciones como pronósticos del modelo que implementaría el neoliberalismo.
La condición para que la educación –en lugar de distribuir democráticamente la cultura y colaborar en la nivelación de la instrucción pública y la formación científica y técnico profesional– se tornara en un dispositivo reproductor de desigualdad fue destruir la unidad de los sistemas escolares, privatizar todas sus instituciones, desjerarquizar a los docentes y retirar del Estado toda la responsabilidad que fuera posible. Es lo que se hizo en Chile, donde cursar la educación primaria y secundaria requiere del pago mensual, restando un mínimo de educación gratuita de pésima calidad para los más pobres, y el costo de la educación superior es inaccesible hasta para la clase media. Las universidades chilenas están entre las más caras del mundo, de acuerdo con datos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), un organismo que ha incorporado a la educación entre los bienes transables y que impulsa el libre mercado de educación superior, así como el retiro de los Estados de todo tipo de inversión y supervisión sobre las universidades.
No podemos dejar de señalar que pocas publicaciones de organismos internacionales han dejado de admirar al modelo educativo chileno y que muchos de los político-educadores neoliberales han exhibido estadísticas muy favorables a ese modelo. Desde la orilla en la que se defiende la educación pública, el papel principal del Estado, el derecho a la educación del pueblo, la gratuidad de toda la educación, incluida la educación superior, descreímos de esas informaciones que denunciamos frecuentemente como basadas en falsas premisas. El más burdo ejemplo es que se muestra como ejemplo de la inversión chilena en educación, que es de un 6 por ciento, sin aclarar que más de la mitad es privada y que parte de la pública se ofrece en forma de créditos que encadenan a las familias por décadas para que sus hijos estudien. Precisamente uno de los elementos de la actual crisis es la imposibilidad de sostener esos créditos; se trata de una situación comparable con la española en relación con la burbuja inmobiliaria.
En Chile, los criterios de la educación instalados desde la época de Pinochet fueron enriquecidos por el neoliberalismo pedagógico que dentro de la Concertación ganó terreno y dio origen a la burbuja educativa. Sus engañosos componentes son términos como “calidad”, “excelencia” educativa, eficiencia de la inversión, equidad (término que en el “modelo chileno” opera permitiendo cobrarle la educación a la mayoría con la excusa de balancear la inversión que el Estado hace con algunos pocos), que en el marco del discurso pedagógico neoliberal adquieren contenidos estigmatizadores y discriminadores. En nombre de la eficiencia se transfirieron las escuelas y los colegios a los municipios, que a su vez arancelaron la prestación o se deshicieron de las escuelas privatizándolas. Esa situación tampoco aguanta más y el movimiento de secundarios, la “revolución pingüina”, que comenzó ya en los años del gobierno de Bachelet, se ha generalizado y superado ante la profundización de las injusticias educativas por parte del gobierno de Sebastián Piñera, que desde su postura conservadora no ha podido pensar más allá que en emplear un decreto firmado por Pinochet en 1983 para reprimir a los estudiantes.
Las demandas del movimiento estudiantil-docente chileno están contempladas en la Ley de Educación Nacional y en el conjunto de la política educativa argentina que han llevado los gobiernos de Néstor y Cristina Fernández de Kirchner. En la Argentina sólo la inversión estatal llegó al 6,5 por ciento en educación, y nuestras universidades reciben con los brazos abiertos a los hermanos chilenos que vienen de a cientos a seguir su formación profesional. La educación pública es una tradición argentina y a ella se debe que nuestro pueblo siga teniendo la cultura que le ha permitido reconstruir el país en los últimos ocho años al compás de los gobiernos que ha elegido. Chile también tenía una tradición de educación pública y democrática. Su pueblo no lo ha olvidado y hoy emerge como un ejemplo inverso al “modelo neoliberal”: los sucesos de estas horas demuestran que si la educación se reduce a las leyes del mercado en algún momento emerge la sociedad profunda reclamándola como propia.
Adriana Puiggrós es Presidenta de la Comisión de Educación de la Cámara de Diputados.
Nota tomada del diario Página 12 del 5 de agosto de 2011
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